FARMACIA “JOSÉ MARÍA DE JAIME, CB”. NUESTRA PEQUEÑA HISTORIA EN UNA MODESTA BARRIADA DEL GRAO DE VALENCIA
José María de Jaime Lorén, José María de Jaime Ruiz, Eva Blasco Julve
En recuerdo de tantos vecinos y amigos que ya nos han dejado para siempre. Al menos algunos de sus nombres quedan en estas notas.
Va dedicado a todos ellos.
Todo comienza en noviembre de 1976. Con el título de Farmacia recién conseguido, decidimos ejercer la profesión. Nos tentaba también la enseñanza, pero preferimos abrir una oficina de farmacia en Valencia. Había que buscar un lugar adecuado cumpliendo la normativa y empezamos a buscarlo.
No lo hicimos mucho tiempo, en enero nos incorporábamos al Servicio militar en la Infantería de marina. Año y medio sirviendo a la patria.
Territorio comanche
Naturalmente, fueron mis padres quienes se ponen a la tarea de recorrer la ciudad buscando lugares alejados de otras oficinas de farmacia. Había que buscar en las zonas lindantes con la huerta o con las zonas industriales. Extrarradio total.
Dieron vueltas por toda la ciudad y, al final, me indicaron dos o tres posibles sitios para establecerme. Entre ellos el que finalmente elegí en el número 22 de la calle Méndez Núñez, cerca del puerto de Valencia.
Descorazonador. Ya me lo habían advertido antes de ir. Al principio me pareció el fin del mundo, pues todo eran basuras, chabolas, trenes pasando a toda velocidad, casas viejas … En fin, que la realidad superaba las previsiones más negativas.
Antiguo inicio del Camino Hondo del Grao con la harinera al fondo.
Quienes por aquel entonces pensábamos dedicarnos a ejercer la profesión abriendo una oficina nueva de farmacia, sabíamos bien que teníamos que irnos a las afueras. Claro, una cosa eran las afueras y otra establecerme junto a un vertedero de basura monumental, al lado de las vías del tren y rodeados de fábricas y de chabolas por todos los lados. Cuando llevé a mi novia a ver el sitio, no dijo ni palabra de la impresión que se llevó. Y eso que no le conté que en ese mismo sitio un año antes habían matado a un “mangüi” aplastando su cabeza con un pedrusco. Lo dicho, territorio comanche.
Con toda la ilusión juvenil adecuamos el local, con su mostrador y mobiliario de madera de pino Oregón, vitrinas, estanterías, despacho, almacén y laboratorio.
La apertura, el5 de mayo de 1978, fue una fiesta familiar para todos. Bueno para casi todos, pues el titular nunca había estado por detrás del mostrador de ninguna farmacia ni de cualquier otro tipo de establecimiento comercial. Don Agustín Llopis, como inspector provincial, oficializó el acto de apertura y nos animó a trabajar de firme.
Buena falta nos hicieron aquellos ánimos. Ignorantes de los entresijos de la profesión, poco a poco la fuimos aprendiendo. Me admiro hoy de aquel atrevimiento. Ignoraba los nombres incluso de los específicos más comunes. Súmese a todo esto, la dificultad para descifrar los jeroglíficos donde los médicos dejaban sus prescripciones de las recetas. Siempre ha habido galenos de mala letra, claro, pero si le añades la ignorancia de la farmacopea más habitual, el resultado eran dudas que resolvíamos sobre la marcha a veces devolviendo las recetas al médico.
En ocasiones tanteaba un poco al paciente hasta averiguar la forma farmacéutica que buscaba en cada caso, para irme entonces al estante correspondiente donde tenía todos medicamentos ordenados alfabéticamente.
Así ante una demanda cualquiera, por ejemplo de Momentol®, sondeaba discretamente si se trataba “¿En pastillas o en jarabe?”, pues solían ser las formas farmacéuticas más habituales. En este caso, siempre eran supositorios. Ya recordarán, uno de tantos preparados a base de Trimetropín y Sulfametoxazol, “Starki & Hutch” según la denominación coloquial de la época, en recuerdo de la pareja inseparable de investigadores privados de la serie televisiva americana, luego llevada a la pantalla grande.
Modestísimo laboratorio.
Añadan a todo esto mi ignorancia del idioma valenciano. Aunque en este sentido gracias a Dios y a la bondad del vecindario que siempre fue comprensivo con mis orígenes turolenses, no tuve apenas problemas. Bueno, alguno sí que hubo. Recuerdo a cierta anciana un poco cascarrabias, creo que era la abuela de los Barberá, siempre con su moño en el pelo, que un buen día se acercó al mostrador para decirme: “Doneme cotó’n pel”. La contestación surgió espontánea, automática: “¿En pastillas o en jarabe?”. Me miró un rato sin decir palabra como si le estuviera vacilando. Por fin me soltó como un escopetazo: “Però quina classe de botica es aquesta que desconeix l’algodó?” Pasó el trago y, al final, me hice amigo de aquella buena señora a quien recuerdo en su obesidad siempre con el mandil y el delantal oscuro rayado.
Con el tiempo aprendí a sortear estas dificultades idiomáticas, y ya no metí tanto la pata. Y eso que no me faltaron buenas oportunidades para hacerlo. No resisto la tentación de contar otra anécdota referida en esta ocasión a la demanda lacónica de: “Dóneme un “parxe” per al pit”. Como la ignorancia es muy atrevida, pensé primero en ese tipo de productos sanitarios vinculados generalmente a la conocida marca de Durex®. Pero la edad avanzada de la demandante me hizo afinar en el sondeo, y me limité a comentar discretamente: ¿Lo quiere grande o pequeño? Afortunadamente se limitó a contestar: “D’aixòs de Sor Virginia”. Lo que definitivamente descartaba a los preservativos a favor de los parches pectorales de Sor Virginia …
No eran tiempos buenos para la lírica. Hoy, cuando todos tenemos en casa media docena de teléfonos entre fijos y móviles, ordenadores, modems, impresoras, escaners, etc., es difícil entender lo que nos supuso estar más de dos meses con la farmacia abierta, con las faltas correspondientes de productos que la inexperiencia aumentaba … y sin teléfono para hacer los pedidos. Las líneas telefónicas por entonces estaban extraordinariamente limitadas. Sin comentarios.
Prácticamente en los mismos meses abrimos establecimiento en la barriada el Bazar de Susi y del señor Salvador Micó, Ca’Sento y nuestra farmacia.
Otra cosa era tratar de explicar la situación de nuestro establecimiento, siempre difícil de hacerlo comprender empezando por los propios cartones de guardia: “Media hora llevo dando vueltas tratando de encontrar esta farmacia de guardia”. Que si la calle es paralela a la Avenida del Puerto, que si está cerca del paso a nivel de la calle Islas Canarias, que si detrás del antiguo Cine Levante … Luego, cuando se acreditó tanto el restaurante de Sento y de Mari estuvo la cosa mucho más fácil. Con decir que estábamos al lado de Ca’Sento, todo arreglado. Claro que tampoco este famoso restaurante era al principio lo que luego fue. También Mari y Sento se lo curraron hasta levantar el establecimiento hasta donde luego llegó.
Despacho en la rebotica.
Fueron años de trabajo en solitario, por supuesto, pero también con la ayuda siempre de mi esposa y con el cariño de todo el vecindario, formado fundamentalmente por matrimonios jóvenes que vivían sobre todo en las fincas de la calle Isaac Peral. Por cierto, que estuvo un montón de años cerrada a la altura del Bazar, lo mismo que la de Méndez Núñez tenía también tapiado el acceso a la vía por elementales medidas de seguridad. La calle era como el fondo de un saco y nadie salvo los vecinos circulaban por ella.
Otros establecimientos importantes que había por entonces antes de que Paco abriera su horchatería, era el Bar de Manolo, entonces Bar Domingo, la carnicería de José y Pepita y la Droguería de Mavi. Por cierto, uno de los primeros niños que utilizó el pesabebés de la farmacia fue Almudena, la hija de Mª Carmen, que sigue viniendo a vernos no sin algunas protestas porque su mamá se gasta el dinero. Enfrente justo tenía el almacén de ruedas de Mesas, siempre bajo la dirección de Paco Gil, a quien conocía de mis años de bachillerato que cursé en el Instituto laboral de Segorbe con su hermano Vicente, luego ayudado por su esposa Maruja y posteriormente por su hijo Juan Manuel. Al lado la tiendecita de Mari y Epi, un poco más allá la Pescadería de Teo y Rafa, luego Bar Fresno. Los Recreativos de los hermanos Gajete, se transformaron pronto en la Bodega Isaac Peral, sin duda uno de los establecimientos más populares de la barriada.
El caso del gitano artista
Nuestra farmacia, como tantas otras del extrarradio valenciano, tuvo siempre un contacto muy estrecho con los gitanos. Rodeados de casas y fábricas viejas y abandonadas, eran lugar de convergencia de todo aquel que deseaba vivir bajo techo gratis. Bueno que gratis les salía también el agua y la luz eléctrica, porque, estudios no tenían, pero hacer un puente y coger la luz o el agua de las conducciones de la zona, era coser y cantar para ellos.
Podría citar de memoria muchísimos nombres, como por ejemplo la extensísima familia Casas, que se ganaba siempre la vida honestamente vendiendo en los mercadillos, con su furgoneta y sus muchos hijos, entre los que recuerdo especialmente a Encarna que sobrellevó con una dulzura ejemplar su grave enfermedad que la llevó a la tumba bien jovencita. De Manos Negras y la Dora hablaremos luego.
Curiosa fue también la relación que tuve con una gitana gorda cuyo nombre no recuerdo, ¿puede ser Jesusa?, allá por los años 80. Me contó su vida. Tenía un montón de hijos y su marido, de profesión artista, estaba en la cárcel de Tarragona. Viendo su avanzado estado de gestación, lo de artista y en la trena me sonó muy raro. Y más cuando me dejo caer que ella misma no tenía muy claro si el padre de la criatura era el Artista o quien ahora compartía su lecho, un fulano esmirriado que iba al cartón con la ayuda de los hijos más mayores y de un vetusto carricoche hecho con ruedas de bicicleta.
Recreación de un “artista”.
Era buena mujer, a pesar de las circunstancias tan anómalas de su vida. Me chocaba sobre todo lo bien que hablaba siempre de su marido y de su nuevo amigo: “Toca muy bien la guitarra y gana mucho dineeero”. Decía del primero. “Trata muy bien a mis hijos y a mí, si no fuera porque a veces beeebe”. Añadía del segundo. Cuando le planteaba lo que podría pasar cuando el Artista saliera de la cárcel, me comentaba que a él no le importaba mientras el Cartonero cuidara de sus hijos. Cosas de gitanos, pensaba yo.
Pero lo malo de intimar aunque sea un poco con esta gente, es que tienen un don innato para sacar enseguida partido y para rentabilizar en su provecho esta relación. No era sólo que las deudas subieran de forma imparable, sino que las peticiones de nuevos favores arreciaban: “Mire usted …, que no sé leer …, que quiero que me lea las cartas de mi marido sin que se entere el Cartonero. ¿Me las podría usted leer cuando venga sola con mis hijos?” Quien se niega a esta petición, aunque fuera puenteándome al de los cartones. Pero enseguida vino, después de leer sus cartas, recibirlas a mi nombre en la farmacia, por supuesto, puenteándome al de los cartones, y luego escribírselas yo también. Y así estuve una buena temporada haciendo de pendolista y casi de Celestina.
Tampoco aquí paró la cosa. Lanzada la buena Jesusa a comprometerme, porque buena era, lo mismo que gitana y gorda, me confesó sus proyectos futuros en los que yo tenía, como van a ver, un papel de verdadero protagonista. Debía barruntarse que la salida del truño para el Artista era cosa de pocos meses, o tal vez fuera que el parto se aproximaba, el caso es que me dijo que desde el penal llegaría a mi nombre una cierta cantidad de dinero que, naturalmente, debería darle en cuanto llegara, pues le debía servir para dejar plantado al Cartonero y largase con su prole en busca del Artista.
Y me llegó el giro a la farmacia, sí señor. Creo que eran siete u ocho mil pesetas. Pero para entonces la Jesusa y sus hijos ya habían volado del barrio dejando al burlado al Cartonero y con el dinero en mi mano.
¿Qué había pasado?, ¿había barruntado la jugada el amigo?, ¿había parido la gorda?, ¿había salido por fin el Artista de la cárcel?
Debió ser una combinación de todo esto. Pero entonces ¿qué hacía yo con el dinero? De preguntarle al Cartones no había que pensar. Yo estaba en medio de la movida. De quedarme el dinero ni hablar, menudas comisiones dan estos negocios. Era verano, me iba de vacaciones y creo que decidí lo mejor. Como el dinero me quemaba en la mano, lo devolví de nuevo al penal a nombre del Artista.
Ya nunca supe el desenlace del negocio hasta que, al cabo de un tiempo, me aborda un tipo moreno y no viejo a quien no conocía de nada. Fue en la horchatería de Paco y de Magdalena, donde habían montado un auténtico tablado flamenco con guitarras, palmas y cante hondo. Creo que se casaba una gitana del barrio para lo que habían alquilado un bajo en las inmediaciones, donde estuvieron metidos sin salir por lo menos tres días. Con gran naturalidad se me acerca a la barra el fulano y, sin más preámbulos, me pregunta si soy el dueño de la farmacia de al lado. Al decirle que sí, se deshace en elogios y agradecimientos a mi persona. Pero en un momento dado me hace un aparte y me dice, como el que no quiere la cosa, que hice bien en quedarme el dinero del giro postal.
Empecé entonces a atar cabos. Y es que, en efecto, era el Artista, y en verdad que lo era con la guitarra en la mano. Nada me dijo de la Gorda ni de sus hijos, bueno sí, evasivas. Ahora andaba con otra, menos gorda y más joven, pero tampoco guapa ni parecía muy limpia. Que me tomara lo que quisiera, que él tenía el gusto de invitarme. Me tomé un café, que era a lo que había acudido al establecimiento con mi padre. Pero antes de que lo pagara, le presenté el recibo del giro postal del dinero que le había devuelto a su nombre a la trena, y que prudentemente había tomado la precaución de dejar a buen recaudo. Allí andará aún la pasta, porque cuando le dije que podía pasar a recogerla al penal, torció el morro y cruzo los dedos. No creo que voluntariamente se presente a por el dinero. Así lo maten. Segurísimo.
De timos, robos, atracos … y muertes
Más problemas daban otra clase de gitanos, de esos que no vivían en la zona. Sabido es que cuando quieren dar un palo se van a donde no los conocen. No era raro que se presentaran dos o tres lagartas con una retahíla de churumbeles, cada una por un lado, mientras una pregunta, la otra coge un bote de leche o un protector solar. Da igual el producto, el caso era afanar algo. Otras veces era liarte con un billete de dos mil pesetas, los más valiosos entonces. Que si te he dado el billete, que si no me has devuelto, que si te quieres quedar con el billete y la vuelta. Todo sin haberlo soltado, pues sabido es que sólo te lo enseñan.
En ocasiones con billetes falsos. Al principio que salieron las fotocopiadoras en color, hubo una inundación de billetes falsificados burdamente. Poco a poco mejoraron la calidad del papel y de la impresión. Así hasta que los virtuosos del fraude consiguieron auténticas obras de arte. Todavía guardo algún billete falso que me metieron de dos y de cinco mil pesetas. En alguno de ellos de nada sirvió la lamparita azulada que nos regalaba algún laboratorio para comprobar la validez de los billetes. Picamos unas cuantas veces con los billetes falsos, como la copla de la “falsa moneda que de mano en mano va y ninguno se la queda”.
De robos y atracos también hemos estado bien servidos. A los pocos meses de abierta la farmacia llegó el primero. Una buena mañana al llegar a las 9 me encuentro una ventana lateral con los barrotes separados por el gato de un coche, el cristal roto y lleno de esparadrapo todo para que no hicieran ruido los cristales al caer al suelo. El espacio para pasar el caco era inverosímil. “Por aquí sólo pasa El Lagartija”. Sentenció el Policía nacional que vino al poner la denuncia, que esa vez incluso tomó huellas dactilares. Ya nunca volvieron a tomarlas en los demás robos sufridos.
Refuerzo las rejas de las cuatro ventanas y pongo una alarma casera que me instaló el vecino Antonio Benítez. De poco sirvió. Cosa de un año después lo que levantaron fue la puerta metálica del acceso principal. También con un gato de coche. La verdad es que la puerta estaba vieja. La puse nueva, con bulón y dos cierres de facs.
De todas formas, en ambos casos el balance de pérdidas, materiales aparte, fueron bien poca cosa. Estábamos bien aleccionados de que la caja registradora debía dejarse abierta todas las noches para que no la reventaran, y con dos mil pesetas dentro como mínimo. Ya he dicho que ese era el precio del lance. De paso solían llevarse la Pentazocina Fides® y el famoso Rohipnol® que luego solían revender. Para estar camuflados en los estantes estos productos, solían dar con ellos fácilmente. Luego venía lo de denunciar el robo en la policía, seguros, etc.
Poco a poco los robos fueron remitiendo. En algún caso la alarma se disparó y los disuadió del intento. Cosa que no entiendo muy bien, porque hacer, hacía más bien poco ruido. Alguna vez el vecino Luis Pizá me telefoneaba de madrugada si veía algo sospechoso. Casi era peor. Salta de la cama asustado, y vete en coche ... por si ver si se nota algo raro de lejos. ¡Cualquiera se mete dentro con ellos!
Se puso entonces de moda el atraco directamente. Menos problemas y no hay que trasnochar. Se presentaba el fulano, daba el palo en un minuto y a otra cosa mariposa. Hubo de todo.
El primer atraco me lo dio un pringadillo con una navajita que luego en el juicio me pareció ridícula, pero cuando la sacó a una clienta me pareció un cuchillón: “Tranquilo que te doy las dos mil pesetas. Guarda la navaja, vete a la puerta que te saco allí el dinero”. Así se hizo. Llamé a la Policía y a los pocos minutos lo habían trincado. Iba completamente colgado.
Casi es mejor que no los cojan. Denuncia, el fulano llevaba más de veinte detenciones por atracos. Durante el reconocimiento visual a través de un cristal blindado, el tipo se daba continuos cabezazos contra las paredes del calabozo. Debía saber que lo observábamos y trataba de llamar la atención autolesionándose. Espectáculo alucinante. Ruedas de reconocimiento. Juicio. Testificación. Aguanta al abogado de oficio que encima parece echarte en cara que le puedan caer cuatro años. Y luego el miedo de que el tipo se acuerde de ti y vuelva por la farmacia, de donde no te mueves nunca.
Otra vez el palo lo dio un especialista. Estaba solo, como siempre, escribiendo a máquina alguno de mis trabajos. Cuando levanté la vista apenas pude ver que saltó limpiamente de un bote el mostrador, que por cierto era bastante alto y ancho, y con un cuchillo se pone a perseguirme alrededor de la mesa del despacho que puede verse en una de las imágenes. Él salía para un lado enarbolando el cuchillo, esta vez sí que era grande, y yo me iba por el otro. Así estuvimos un rato, tú por aquí yo por allá. Hasta que empezamos las negociaciones, y le solté las dos mil pesetas a condición de que se guardara el cuchillo y saliera delante de mí. Así lo hicimos. Este era un artista digno de “Misión imposible”.
Claro, ahora, al cabo de los años lo cuentas y casi te ríes, pero en caliente de risa nada de nada. Luego venía el derrumbe anímico. Si te pillaba con una clienta, atenderla a ella primero. Luego Carmen, la que limpia la farmacia, o Tere la de Juan el antiguo chapista, o cualquiera de las muchas almas caritativas que hay en el barrio te traía una tila, y ... a continuar trabajando.
Algún atraco fue chapucero de verdad. Recuerdo el de un gitanillo de los alrededores de la calle Bello, verdadero nido del lumpen de la zona. Me viene a atracar con una jeringuilla, que según él tenía sangre de un sidoso y se tapaba con un pasamontañas de lana verde. Lo primero que le digo. “¡Anda, quítate el antifaz que te conozco de sobra! No me valió de mucho porque insistió en que le diera la dos mil del ala. Se las di, como es natural. Pero lo denuncié y al rato me lo trajo esta vez la Policía local. Por cierto que, dentro de su buena voluntad, chapucera fue también su actuación, porque me lo traen a reconocer extraoficialmente en el coche celular. Vuelve al rato ahora la Policía Nacional, ahora para decirme que había sido irregular el mostrármelo fuera de una rueda de reconocimiento. Vuelta a los juicios y a los abogados que siempre tratan de sonsacarte antes de entrar a la sala.
El último atraco que recuerdo me sucedió en verano a finales de agosto hace ya unos cuantos años. Estaba de guardia y abrí a las cinco de la tarde. Nicolás, el empleado, me había advertido que a primera hora de la tarde no había nadie y que por precaución cerraba la puerta de cristal. Yo no tuve esa previsión y lo pagué. Entra el “mangui” a las cinco en punto. Me acababa de levantar de dar una cabezada en el sofá. No me enteré bien si me pidió o me exigió una insulina. Es igual se la voy a dar, cuando me encuentro delante una chuta sanguinolenta. No me dijo de quien era la sangre. Salgo corriendo descalzo pues las chancletas salen despedidas del impulso del salto, y empezamos a dar vueltas al mostrador otra vez cada uno por un lado. Nueva negociación, y otra vez las dos mil pesetas de rigor.
En fin, gracias a Dios, todas estas peripecias las hemos ido solventando de forma muy favorable para nuestra integridad física, la de nuestros clientes e, incluso, la de los atracadores. Nunca podremos olvidar lo que le pasó al pobre Juanjo, el nieto de Batiste y de Angelita, que murió a consecuencia de las cuchilladas que, presuntamente, le propinó el hijo de otra gitana que vivió varios años en la zona. Descanse en paz Juanjo. Demasiado joven para morir en esas circunstancias.
“Manos negras” y la venta de droga
Volviendo otra vez al Territorio Comanche, insistir en la evidente peligrosidad que entonces tenían nuestras calles. Vuelvo a recordar la situación, encajadas entre la vía del tren, la Avenida del Puerto y las fábricas y solares de las calles Juan Verdeguer y Padre Porta. En invierno, cuando salían los niños de los dos colegios, Grupo Escolar Salas Pombo en la calle Méndez Núñez y San José de Calasanz en la de Juan Verdeguer, a este último fueron mis hijos Pepe y Pablo, repito, cuando terminaban de salir y se hacía de noche, no había un alma que saliera de casa salvo para cosas muy imprescindibles. Y allí estaba yo solo en la farmacia, esperando que se hicieran las ocho de la tarde para irme a casa en coche, andando o en bicicleta pues hubo una temporada en que me dio por emular a Indurain.
En verano era otra cosa. La gente salía bastante más, incluso por la noche no eran raras algunas cenas populares en la calle, sobre todo por parte de los vecinos de la escalera de Salvador Aznar y Lolín, como Andrés y Dorita, Emilio Cuadrado, el señor Pepe, la señora Aurora y su esposo el señor Ferrús y otros comensales que se apuntaban a cenar a la fresca en medio de la calle por la que apenas pasaban entonces coches.
Y allí estaba el boticario, más solo que la una, cuarenta y cuatro horas a la semana más las guardias. Mientras tanto, dos puertas más allá, en la calle Canalejas junto a la casa de la Pepica y del almacén de chatarra de Cristóbal Palau, tenía Manos Negras y familia montado el chiringuito de la venta al menudeo de todo tipo de chismes. Y claro, con el polvo en la mano, a dos mil pesetas la papeleta me parece, hacían falta las jeringuillas, “insulinas” o “chutas” según la terminología al uso, pero para pagarlas ya no tenían las 20 ó 30 pesetas que costaban. “Dame la chuta por favor, que ya te la pagaré otro día. Si no te fías te dejo el carnet de identidad”. Así hasta llegar a las amenazas, sabedores que por tan poca cosa no iba a correr riesgos.
En las guardias se repetían con más dramatismo estas situaciones. Encima a las tantas de la madrugada, cuando estabas dando una cabezada en el camastro de la rebotica. “Oye, por favor, que somos dos para chutarnos, sólo tenemos una insulina y mi compañero tiene SIDA”. De nada servía decirles que por las cuatro mil pesetas del caballo al menos podían haberles descontado lo de las chutas. Y tampoco era cuestión de limitarte a recomendar que primero se chutara el sano y luego el presunto enfermo. La cosa era dramática y no estaba el horno para bollos ni bromas. Acababas dándoles gratis lo que te pedían, a sabiendas de que entre ellos se comentaban en qué oficinas de farmacia era más fácil obtener gratis las chutas, con estos o con parecidos argumentos.
Me acuerdo de cierto fulano, grande y potente, un gitanazo, pues a esta etnia pertenecía, que me pidió la consabida insulina para inocularse la dosis de heroína. Debía ser primerizo pues era como un castillo, y todos sabíamos a qué quedaban reducidas con el tiempo estas personas. Exigente como ninguno: “Que me des la chuta. Que no tengo dinero para pagarte. Que la quiero ahora. Que ya te pagaré otro día”. En fin, lo de siempre. Pero ese fue uno de los días en que me planté. Posiblemente por verlo bravo, que conmigo lo tenían más fácil los pocacosa y los desgraciados que pedían con humildad las cosas.
Mientras me negaba, notaba que su agresividad iba en aumento y, claro, como siempre estaba solo, en un momento dado su contundencia se puso de relieve al empezar a pegar golpes en el cristal del mostrador. Ante mi negativa final, con el mismo puño que pegaba en la mesa lo abrió para dejar sobre la misma el dinero de la chuta, la cantidad exacta, pero me largó de paso esta advertencia medio en caló: “¡Por mis muertos que te vas a acordar de esto!”
¡Escuajado! Me quedé lo que se dice escuajado. Pero, a grandes males grandes remedios. Cerré la puerta y me fui derecho a llamar a la de Manos Negras. Me debían muchos favores de fiar medicamentos, atender a sus hijos y nietos de infinitas dolencias y demás cosas que luego contaré. Tardaron en abrir y, cuando lo hicieron, salió Dora, la mujer, y le dije lo que me había pasado un momento antes. “Aquí no ha venido nadie en toda la mañana”. Me soltó de entrada. Cuando le dije que se dejara de músicas que no estaba la zorra para bailes, me soltó estas palabras que nunca olvidaré: “No te preocupes, que ese ya nunca te molestará más”. Y así fue. El caso es que mucho tiempo después volvió a por chutas el tal fulano más manso que un cordero, siempre llevando por delante el dinero de su “insulina”.
Con José el Manos Negras, Dora y familia, pasó lo que tenía que pasar. Lo que ocurre con los desgraciados que se meten en este comercio. Siempre son ellos los primeros en padecer sus inconvenientes. Uno de sus yernos fue el primer caso que conocí diagnosticado de SIDA. Me dijo, “¿Oye, esto de Inmunodeficiencia adquirida es el SIDA ese que dicen?” Falleció enseguida. Un tiempo después, una madrugada la policía hizo una redada en su casa encontrando escondida la droga y una cantidad importante de dinero en el registro de una persiana. Al día siguiente lo traían los periódicos con todo lujo de fotos y titulares. Aunque la familia compró todos los periódicos del Kiosco de Aurelio, la noticia corrió como la pólvora en el barrio.
Años después volví a encontrarme a José, a Dora y a varios de sus hijos. Se ganan ahora honradamente la vida comprando y vendiendo trastos en el rastro o donde les salía el negocio. Sobre su anterior actividad me habló muy escarmentado y arrepentido. No merece la pena, decía, malvivir en ese mundo. Me queda de esta gente una cierta amistad, y mi admiración por la completa rehabilitación que consiguieron.
El nacimiento de la Falla
Uno de los hitos más importantes que ocurrió en los primeros años de la farmacia fue la limpieza del vertedero y la construcción de los bloques que hay entre las calles de Canalejas, Ibiza y Juan Verdeguer. Pronto se llenaron también de jóvenes matrimonios, y ya cambió un poco el panorama de la barriada.
Sin embargo, tuvo mucha mayor repercusión social la creación de la falla Isaac Peral – Méndez Núñez. Recuerdo perfectamente que el primer año que estuve en la farmacia no había falla. El barrio para San José parecía un cementerio por su silencio, frente al ambiente, marcha y coheterío del resto de la ciudad.
A tal extremo de ambiente depresivo llegó el barrio, que un grupo de entusiastas de las fallas capitaneados por el Señor Onofre Monzó decidió volver a crear una falla, pues ya había existido otra con anterioridad. En los mismos bajos de su carpintería se instaló el casal durante los primeros años. Se retiraba el banco de carpintero, maderas y sierras, se colocaban unos bancos, y ya estaba montado el casal.
Le secundaban en los trabajos Manolo Noguera, su hermano, su cuñado José el Manisero, los Arturos Ríos y Sáez, Eduardo Castelló, José Pérez Celda, Alfredo, Concha … además de las esposas respectivas y de sus hijos pues había familias enteras integradas como abonados o como falleros, caso de los Ortega, Cumplido, etc., así como de muchos otros que poco a poco fueron levantando la falla. Sin duda una de las instituciones fundamentales en la vida de la barriada, que debutó el primer año con un gran monumento en el que la figura central era un gran elefante.
En la noche de la cremá, como ardía mal el dichoso elefante por no haber hecho los agujeros suficientes, hubo que echar un montón de litros de gasolina. Al saltar sobre las brasas, creo recordar que el Señor Onofre se llevó un buen quemazo.
¡Cuántos noviazgos y matrimonios se han forjado en el ambiente del casal y de la falla! Así a primera vista recuerdo a Pili, la hija de la señora Joaquina Martín, que se casó con José Arnau, que se fueron a vivir a Requena. Pero la bomba matrimonial fue la de Rafa Martos, a la sazón Delegado de la Comisión femenina en una clara premonición, con Mª Jesús Pascual, Fallera Mayor en ese ejercicio, que se casaron el mismo día de San José.
Fueron memorables aquellos desfiles de disfraces, play-back, actuaciones teatrales, cenas de los falleros de honor ... así como los concursos de paellas la noche de la plantá. Formé siempre equipo con José Onofre Monzó y con Joaquín Alpuente, es decir con el hijo mayor y el yerno del presidente de la Falla. Así hasta que un año ganamos el premio. Merecidamente, claro. Y eso que ni Joaquín ni yo sabíamos hacer otra cosa que arrimar leña a la lumbre.
De los buenos disfraces me quiero acordar de la célebre comparsa del Dodotis®, o del Señor Paco y de su cuñado Eugenio, el único del Atlético de Madrid de todo el Grao de Valencia, y, especialmente de Angelita Roca y de su hermano Pepe. ¡Qué buenos años, cuántos recuerdos … y cuanta pena!
Nacimiento de la Banda de música
Además de la falla, el barrio cuenta desde hace muchos años con dos Asociaciones de Vecinos. No una, no, sino dos. Claro que cuando surgió la Asociación de Vecinos El Grao, la Asociación de Vecinos de la Avenida Baleares estaba separada por las vías y, al desaparecer éstas, quedaron las dos asociaciones con las sedes muy próximas. No pasa nada, porque donde no llega la una alcanza la otra.
Surgió la banda de música como una actividad más de la Falla Isaac Peral – Méndez Núñez. Recuerdo también los famosos y bellísimos belenes que cada año diseñaba y realizaba Julio Safont, bien ayudado por Arturo Sáez. Año tras año se llevaban siempre el premio de Belenes modernos de la Junta Central Fallera.
Bueno pues, con objeto de ampliar la oferta cultural de la Falla, una serie de aficionados a la música decidieron crear en el seno de la sociedad una banda de música. Los impulsores, José Vicente que tocaba el saxo, Gregorio Garrido que había tocado en tiempos creo que el requinto, buen trompeta era un sobrino del Sr. Onofre cuyo nombre no recuerdo, Arturín Ríos y sus ciento y pico quilos tocaban el bombo, cómo no, y por el bajo se decidió Juan Máñez, seguramente el principal impulsor del proyecto.
Inmediatamente se apuntaron como educandos numerosos jóvenes. Y pronto estuvieron en condiciones de amenizar los primeros pasacalles falleros. Allí marchaba al frente de todos tan campante el bondadoso Enrique Miralles, hermano de Candi.
Poco a poco la Banda fue adquiriendo mayores proporciones, hubo algunos roces personales y al final el grupo musical se desvinculó de lo que era la Falla. Escisión que dejó heridas en ambas partes, a veces en el seno de una misma familia. Desde entonces ambas instituciones han funcionado por separado divinamente. La Banda adoptó la denominación de Santa Cecilia del Grao.
Cuando trasladamos la farmacia del bajo del número 22 de la calle Méndez Núñez donde siempre habíamos estado, hasta el número 15 de la misma calle, donde hoy estamos, vino D. José Mera, sacerdote de la vecina parroquia de San Mauro, para bendecir el nuevo establecimiento, y amenizó el acto la Banda de Música que luego no nos quiso cobrar nada por la actuación. Fue a primeros de diciembre de 1999, y tomamos champán y pastelitos. Curiosamente, a los pocos días fallecía nuestro amigo Juan Máñez. Descanse en paz.
Dos palabras más sobre Juan Máñez que procedía de Caudiel. Todos conocimos lo bondadoso de su carácter y su afición por la música, pero también por la caza, gusto que ya le cogió con cierta edad. Enterado en cierta ocasión de que por entonces también me gustaba la caza. Sólo cacé dos años. No paró hasta que un domingo subimos a dar una vuelta con las escopetas a un pedazo que había quedado libre de acotación entre Manzanera y Alcotas, en el sur de la provincia de Teruel. Allí subimos con Arturin Ríos y Emilio Cuadrado. Aún no habíamos bajado del coche y pasó por delante de nuestras narices una bandada de perdices. Ya no las olimos en todo el día, y es que ir a la perdiz sin perros ... Lo resolvimos con una buena chuletada con ajoaceite y vino. Las penas con pan … son menos.
La Peña Zaragocista de Valencia
Otro de los hechos importantes que sucedió en estos años fue la Recopa de Europa que ganó el Real Zaragoza en 1995. Fieles seguidores de este equipo, como conocen todos en el barrio, todo empezó con la final de Copa que en 1993 jugó el Zaragoza de Víctor Fernández en Mestalla ante el Real Madrid y que perdimos 2-0, con el maldito Urío Velasco como árbitro.
Historia ilustrada del Real Zaragoza. Guion de José María de Jaime Lorén y dibujos de Jorge Laffarga Gómez.
Para asistir al partido en la rebotica preparamos ya una modesta pancarta de ánimo zaragocista sobre una simple sábana blanca. Fundamos entonces la Peña Zaragocista de Valencia, que estuvo a punto de ubicarse en la propia farmacia, y el primer golpe de fortuna lo tuvimos al año siguiente al ganar la Copa de España al Celta de Vigo en la tanda de penaltis.
Malos tiempos hoy para nuestro amado Real Zaragoza. Ya vendrán otros mejores.
En el torneo de Recopa del año siguiente, los dos primeros partidos los jugamos en el campo de Mestalla, pues La Romareda estaba clausurada durante dos partidos por las viejas cacicadas de la UEFA. Y llegamos a la gran final, en el Paseo de los Príncipes de París, donde nos impusimos al Arsenal 2-1, con goles de Esnaider y el mítico de Nayim desde casi el medio campo. Como no pude ir a París, me conformé con decorar a fondo la farmacia con algunos trofeos y fotografía que tenía, así como con las páginas de todos los diarios deportivos que comentaron la gesta zaragocista. Bufandas, banderas y carteles completaron la decoración.
Una página de la Historia ilustrada del Real Zaragoza.
Durante unos días, fuimos la envidia del barrio. Claro que no todo fueron éxitos deportivos del Zaragoza, pues a los pocos años bajábamos a segunda división, precisamente el mismo día en que el Valencia se proclamaba campeón de liga. Unos tiraban los cohetes y otros aguantábamos el disgusto como podíamos. Pero siempre con la mejor armonía. Nunca se me acercó ninguno a la farmacia a burlarse o a hacer bromas a cuenta del descenso. Tampoco a nosotros nos gustó nunca meternos con los sentimientos deportivos de los demás.
De todas formas, la evolución de la barriada fue más lenta de lo que todos deseábamos, pero por fin se ha ido haciendo realidad. Pronto llegaron las edificaciones que ocuparon todo el espacio del vertedero de basuras que ocupaba el solar entre las calles Canalejas, Méndez Núñez, Juan Verdeguer y la vía del tren. También con el tiempo se abrió por fin la calle Isaac Peral y se pudo acceder directamente a la calle Islas Canarias.
Pero el gran cambio llegó con el soterramiento de las vías. La posibilidad de dar salida a la calle Méndez Núñez hasta la de Ibiza, con el pequeño jardín allí creado, y a las de Menorca y Serrería, cambió definitivamente el barrio. Puede decirse que lo ventiló y le dio un aire nuevo.
De clientes de aquella época que ya no están entre nosotros recuerdo bien a varios. Todos de extraordinaria bondad, por ejemplo al Sr. Domingo y su esposa Amparo que vivían en la calle El Barco; la Sra. Amalia siempre sonriendo bondadosa aún en los peores momentos de su diabetes; Cristóbal el Chatarrero; su vecino Toni con su modesta fábrica de “toritos bravos” y de “flamencas” a la sazón souvenir preferido de los guiris, y buen aficionado a la colombicultura; Angelita la de Batiste; la Sra. Marina madre de José Onofre, Marinín y Mª Nieves la de Joaquín el de Albarracín; la señora Pilar la Monrealera, madre de Joaquina Martín; Isabel la señora de José Ato; Juan Valiente, el Blanco, cuñado de Arturo. Mucho me acuerdo también de la Pepica, que nos contaba lo guapa que había sido en su juventud, y que nunca se olvidaba de traerme un platico de buñuelos para San José, como luego hizo también la Sra. María Cubas. Pero uno de los fallecimientos que más impacto causó en la barriada fue el de José el hijo de la Sra. Custodia Serrano, sin la menor duda en olor de santidad … Ya para entonces había fallecido también mi hermano Jesús, quien veló sus primeras armas como farmacéutico, precisamente en la nuestra en los dos primeros meses.
Medicamentos más usuales
De aquellos primeros años recuerdo perfectamente que la farmacia tenía una zona de clientes verdaderamente pequeña. Tampoco entonces se necesitaba mucho más que unos pocos metros cuadrados entre el mostrador y la puerta de entrada, que por cierto era de cristal y cuya apertura y cierre era durísima, pues desde el principio estoy convencido que estuvo mal instalada, por eso cuando se rompió en una de tantas reformas no lo sentí en absoluto. En una pequeña vitrina a mano derecha tenía toda la cosmética, cerrada como si se tratara de la sala de trofeos del Real Madrid.
En el mostrador tenía el pesabebés, manual por supuesto, pero allí se han pesado un montón de niños y niñas que ya son padres hoy. Y coronándolo toda una monumental caja registradora, marca Reyna®, comprada de segunda o de tercera mano, que todavía permitía realizar operaciones con céntimos, de peseta naturalmente.
La verdad es que en aquellos primeros meses de 1978 los precios ya despreciaban sistemáticamente la calderilla inferior a la peseta, pero aún tengo en mi contabilidad algún apunte de la Caja que recoge céntimos.
Cierto también que por entonces la Seguridad Social, nada de Consellería de Sanitat que estábamos estrenando la democracia, daba como ahora gratuitos los medicamentos a los pensionistas, y los de régimen general pagaban el diez por cien del importe total, más, creo recordar, que cinco pesetas por receta. O algo así. Se podían producir cuentas con decimales, pero los despreciábamos todos por defecto.
El único ambulatorio de la zona era el de la calle Padre Porta. Luego quedaron allí los especialistas, para pasar medicina general y pediatría, es decir lo que generaba el grueso de las recetas, al nuevo ambulatorio de la calle Vicente Brull. Así hasta que no hace tanto pasaron a la calle Serrería en el ambulatorio de nueva creación en el antiguo Matadero. Casi nada los antecedentes del edificio ...
¿Los medicamentos más utilizados entonces? Pues muchos de los de ahora. En todo caso llamaba la atención el uso muy frecuente de antibióticos en forma de viales inyectables para muchas afecciones del aparato respiratorio. Me acuerdo del Farmapen® en sus numerosas presentaciones. Todavía se empleaba a menudo el Cloramfenicol, y eso que en la Facultad de Farmacia se habían hartado de hablar mal de este producto. La Tetraciclina sin embargo apenas era recetada ya, aunque la Bristaciclina Dental® era todavía muy demanda en las infecciones dentarias, pero como producto de mostrador.
También era muy profunda la estantería de los jarabes, pues a los polvos, granulados y otros productos preparados bajo la denominación de sobres aún les faltaban unos años para experimentar la explosión que dieron más tarde. Los supositorios eran asimismo muy abundantes, y eso que el género masculino se ha resistido siempre con valentía a utilizarlos, un poco por aquello de la posible pérdida de hombría. Hoy prácticamente han desaparecido. Las sulfamidas se daban muy a menudo por vía rectal, como es el caso de Rectamigdol®. También se daban así antiinflamatorios como Tanderil® y Dolo-Tanderil®, este último una de las estrellas de las prescripciones durante años al combinar su poder analgésico con el antiinflamatorio.
Entonces, como ahora, los comprimidos, cápsulas, tabletas, pastillas y demás productos similares constituían las formas farmacéuticas más utilizadas. Es el caso de Digoxina® en problemas cardíacos, la ampicilina a base de Britapen® hasta que pronto fue reemplazada por la amoxicilina de la mano del popular Clamoxyl® para no salir de laboratorio, la Griseofulvina era de elección en muchos casos de sarna, nada infrecuentes, Tavegil® y Dexa-Tavegil® comoantihistamínicos, así como muchísimos otros productos hoy en activo bajo la misma fórmula o tras cambios diversos, como sucedió con Analgilasa®, Optalidon®, etc.
En cuanto a cremas y pomadas en boga y hoy arrumbadas del todo, citar por ejemplo Avril® para quemaduras, Fenergan® como antihistamínico, Bálsamo Bebé® o Pasta Lassar en escoceduras, y para pequeñas lesiones la neomicina en forma de Pental® o Pentalmicina®.
No había todavía nada de aparatos individuales para análisis de orina, ni alimentaciones especiales o incontinencias. Del mundo de las ostomizaciones nos fuimos poniendo al día con la ayuda de Manolita Martínez Arnau, quien pasó un montón de años cuidando a su suegra de este mismo problema.
Entre las enfermedades que estaban más en boga, las de transmisión sexual constituían un caso aparte ante las que había que actuar con gran discreción por el estigma que suponía padecerlas. Uno de los remedios más frecuentes eran las altas dosis de Kempi®. La aparición del Síndrome de inmunodeficiencia adquirida, el luego popular SIDA, y el empleo sistemático del preservativo en las relaciones sexuales, supuso la casi desaparición de las enfermedades venéreas al nivel alcanzado en épocas pretéritas.
Sin hacer demasiadas, de vez en cuando los médicos demandaban la confección de fórmulas magistrales. Solían ser preparaciones sencillas a base de soluciones acuosas de sulfato de cobre, vaselinas salicílicas, emulsiones o/w, linimento oleocalcáreo, algunas cápsulas y otras que ahora no recuerdo, pero nunca en número excesivo ni de gran complejidad.
Por otra parte, como boticarios nuevos disponíamos de tiempo de sobra para preparar nuestros propios productos comerciales, que elaborábamos a base de drogas que adquiríamos en UTEF, Guinama y aún creo que compré alguna cosa en una droguería de las de antes, bien abastecida siempre, que había por la Gran Vía. Recuerdo que preparaba mi propio Mercurocromo, Lociones antiparásitos, Repelentes de insectos, Cremas hidratantes y nutritivas, Protectores solares, Champús, etc. Alguna de estas fórmulas sigue contando al cabo de más de cuarenta años con partidarios recalcitrantes.
Aunque no se trata de medicamentos, indicar que muchas farmacias del extrarradio sobrevivíamos gracias a la venta de leches y papillas infantiles. Naturalmente, antes de que su venta se desplazase a las grandes superficies, como harían luego muchas marcas que prestigiaban sus productos alardeando de su “venta exclusiva en farmacias”, como difundía la publicidad arrolladora. Cuando su cuenta de resultados aconsejó pasar a venderlos en las grandes superficies, nos quedamos con un palmo de narices. Pues de momento nuestras pequeñas boticas no podían competir con las condiciones comerciales que implantaron los supermercados.
Cambios y renovación
La limpieza de la farmacia, excepto algunos periodos en que la hizo la señora Rosa, Leonor, Mª Carmen Cuevas o Luisa Olmedo, siempre ha sido cosa de Carmele la mujer de Isidro Herráiz. Limpiaba bien, pero hablaba mucho. Ahora, es bien buena, como buenas son las gachas que nos prepara en algunos inviernos. Era de Aldea del Rey, junto a Calzada de Calatrava, y de allí se traía la harina de guijas y los chicharrones. Bien calientes nos las comíamos todos juntos en la horchatería de Paco y Magdalena.
El mundo de la farmacia siguió un despegue paralelo. Ya no estábamos tan aislados y era más fácil explicar nuestra ubicación. En los años 90 adquirimos el primer ordenador, que todavía nos permitió preparar con él la Tesis doctoral en Farmacia sobre “José Pardo Sastrón, cien años de farmacia, botánica y vida rural bajoaragonesa”. Con anterioridad había hecho ya la Tesis doctoral en Ciencias Biológicas sobre “Los animales a través de la literatura paremiológica castellana”, en varios volúmenes todavía mecanografiados.
En lo profesional el fenómeno autonómico supuso la creación de la Conselleria de Sanitat y la correspondiente reordenación de todo el sector sanitario, Farmacia incluida. El Colegio de Farmacéuticos perdió una parte del protagonismo que siempre había tenido, en favor de la Conselleria.
Un cambio importante se produjo cuando se redujo en los años 80 el número de farmacias de guardia, que pasaron de cerca de la veintena cada día a ser tan sólo siete u ocho. Desacostumbrada la gente, los primeros tiempos se formaron grandes colas en las farmacias de guardia, sobre todo en las situadas en zonas de paso, lo que no era nuestro caso.
Naturalmente la inmensa mayoría de las demandas no eran urgencias. Nunca lo fueron salvo rarísimas ocasiones. Eran los lógicos olvidos de Tiritas®, chupetes, leches infantiles, analgésicos o anticatarrales para ir tirando.
Hoy este problema ha desaparecido por completo, pues en Valencia hay nada menos que dieciséis farmacias abiertas las 24 horas del día, lo que fue a su vez motivo de amplio debate profesional y ciudadano; a las que debemos sumar todas las que abren desde las ocho de la mañana a las diez de la noche dentro de una casi infinita gama de horarios posibles, sábados por la tarde incluidos y no incluidos.
En cuanto a los almacenes que siempre nos han suministrado los medicamentos, tenemos Centro Farmacéutico Valenciano y Cooperativa Farmacéutica Valenciana-COFARES. El montaje inicial lo hicimos con Desfa, SL. Con el tiempo decidimos incorporar a los zaragozanos de SAFA-Galénica, y de momentos seguimos contentos con estos almacenes. No somos partidarios de hacer grandes mudanzas si las cosas van normales.
Tras el ordenador personal llegó la imprescindible informatización de la farmacia que realizamos a entera satisfacción con Pharmaplus®, programa que nos instalaron Paco y German desde SAFA. Luego traspasaron el negocio a Pharmatic® que dirige Antonio.
En septiembre de 1996 entró a trabajar en la farmacia Nicolás Alcocer, que con nosotros sigue desde entonces. Vecino del barrio, hijo de Amparo y de Nicolás, también fallecido este último, pero sobre todo hermano de la siempre bellísima Cristina, que se casó con Juan, una excelente persona llegada de Sevilla prematuramente fallecido.
En 1999 trasladamos la farmacia desde el número 22 de la calle Méndez Núñez al 15 de la misma calle. Aunque la mejora de instalación era evidente, nos hizo duelo por lo bien que siempre habíamos estado tratados por los vecinos de la finca. Recuerdo que al poco de abrir la farmacia, al principio, se suscitó un problema con la fosa séptica que había bajo el local. Enseguida se pusieron manos a la obra para que no le planteara problema alguno a la farmacia. Guardia hubo en que subí a comer invitado a casa de Isabel y de José Ato, que hacían un arroz con caracoles de chuparse los dedos.
Ya en el nuevo local, entraría a trabajar al terminar su carrera y su especialización en ortopedia nuestro hijo mayor Pepe, hoy sin duda el alma mater del establecimiento junto con su esposa Eva. En ambos casos por su interés, su sencillez, laboriosidad y, sobre todo, por su bondad y saber profesional. La importancia del factor humano. Años después se integrará asimismo Ester.
La vida sigue
Hasta aquí la relación de lo que llamamos la pequeña historia de la farmacia y de la barriada. Al menos en lo que respecta a hechos conocidos de todos, que giran un poco en torno a la farmacia en la que llevamos ya más de cuarenta años de ejercicio y de servicio ininterrumpido. Van algunos nombres que han quedado impresos en nuestra memoria, pero hay muchísimos más que pueden aflorar a nada que evoquemos otros recuerdos que aquí no aparecen.
Somos conscientes de que estas páginas son solamente una pequeña parte, pero que puede servir de base para ampliar y para mejorar nuestra propia memoria histórica.
Con nuestra gratitud.