Nuestra farmacia, como tantas otras del extrarradio valenciano, tuvo siempre un contacto muy estrecho con los gitanos. Rodeados de casas y fábricas viejas y abandonadas, eran lugar de convergencia de todo aquel que deseaba vivir bajo techo gratis. Bueno que gratis les salía también el agua y la luz eléctrica, porque, estudios no tenían, pero hacer un puente y coger la luz o el agua de las conducciones de la zona, era coser y cantar para ellos.

Podría citar de memoria muchísimos nombres, como por ejemplo la extensísima familia Casas, que se ganaba siempre la vida honestamente vendiendo en los mercadillos, con su furgoneta y sus muchos hijos, entre los que recuerdo especialmente a Encarna que sobrellevó con una dulzura ejemplar su grave enfermedad que la llevó a la tumba. De Manos Negras ya he hablado bastante.

Curiosa fue también la relación que tuve con una gitana gorda cuyo nombre no recuerdo, ¿puede ser Jesusa?, allá por los años 80. Me contó su vida. Tenía un montón de hijos y su marido, de profesión artista, estaba en la cárcel. Viendo su avanzado estado de gestación, lo de artista y en la trena me sonó muy raro. Y más cuando me dejo caer que ella misma no tenía muy claro si el padre era el Artista o quien ahora compartía su lecho, un fulano esmirriado que iba al cartón con la ayuda de los hijos más mayores y de un vetusto carricoche hecho con ruedas de bicicleta.

gitano artistaEra buena mujer, a pesar de las circunstancias tan anómalas de su vida. Me chocaba sobre todo lo bien que hablaba siempre de su marido y de su nuevo amigo. – Toca muy bien la guitarra, y gana mucho dineeero. Decía y del primero. – Trata muy bien a mis hijos y a mí, si no fuera porque a veces bebe. Añadía del segundo. Cuando le decía lo que podía pasar cuando el Artista saliera de la cárcel, me comentaba que a él no le importaba si el Cartonero cuidaba de sus hijos. Cosas de gitanos, pensaba yo.

Pero lo malo de intimar aunque sea un poco con esta gente, es que tienen un don innato para sacar enseguida partido y para rentabilizar en su provecho esta relación. No era sólo que las deudas subieran de forma imparable, sino que las peticiones de nuevos favores arreciaban. – Mire usted …, que no sé leer …, que quiero que me lea las cartas de mi marido el que ahora duerme conmigo. ¿Me las podría usted leer cuando venga a solas con mis hijos? Quien se niega a esta petición, aunque fuera puenteándome al Cartonero. Pero enseguida vino, leer sus cartas, recibirlas a mi nombre en la farmacia, vuelta a puentearme al de los cartones, y ... escribírselas yo también. Y así estuve una buena temporada haciendo medio de pendolista y casi de Celestina.

Tampoco aquí paró la cosa. Lanzada la buena gitana gorda a comprometerme, porque buena era, lo mismo que gitana y gorda, me confesó sus proyectos futuros en los que yo tenía, como van, un papel de verdadero protagonista. Debía barruntarse que la salida del truño para el Artista era cosa de pocos meses, o tal vez fuera que el parto se aproximaba, el caso es que me dijo que desde el penal llegaría a mi nombre una cierta cantidad de dinero que, naturalmente, debería darle en cuanto llegara, pues le debía servir para dejar plantado al Cartonero y largase con su prole en busca del Artista.

Y me llegó el giro a la farmacia. Creo que eran siete u ocho mil pesetas. Pero para entonces la gorda y sus hijos ya habían volado del barrio, dejando al burlado al Cartonero y con el dinero en mi mano. ¿Qué había pasado?, ¿había barruntado la jugada el amigo?, ¿había parido la gorda?, ¿había salido por fin el Artista de la cárcel?

Debió ser una combinación de todo esto. Pero entonces ¿qué hacía yo con el dinero? De preguntarle al Cartones no había que pensar. Yo estaba en medio de la movida. De quedarme el dinero ni hablar, menudas comisiones dan estos negocios. Era verano, me iba de vacaciones y creo que decidí lo mejor. Como el dinero me quemaba en la mano, lo devolví de nuevo al penal a nombre del Artista.

Ya nunca supe el desenlace del negocio hasta que, al cabo de un tiempo, me aborda un tipo moreno y no viejo a quien no conocía de nada. Fue en la horchatería de Paco y de Magdalena, donde habían montado un auténtico tablado flamenco con guitarras, palmas y cante hondo. Creo que se casaba una gitana del barrio para lo que habían alquilado un bajo en las inmediaciones, donde estuvieron metidos sin salir por lo menos tres días. Con gran naturalidad se me acerca a la barra el fulano y, sin más preámbulos, me pregunta si soy el dueño de la farmacia de al lado. Al decirle que sí, se deshace en elogios y agradecimientos a mi pesona. Pero en un momento dado me hace un aparte y me dice, como el que no quiere la cosa, que hice bien en quedarme el dinero del giro postal.

Empecé entonces a atar cabos. Y es que, en efecto, era el Artista, y en verdad que lo era con la guitarra en la mano. Nada me dijo de la Gorda ni de sus hijos, bueno sí, evasivas. Ahora andaba con otra, menos gorda y más joven, pero tampoco guapa ni limpia. Que me tomara lo que quisiera, que él tenía el gusto de invitarme. Me tomé un café, que era a lo que había acudido al establecimiento. Pero antes de que lo pagara, le presenté el recibo del giro postal del dinero que le había devuelto a su nombre a la trena, y que prudentemente había tomado la precaución de dejar a buen recaudo. Allí andará aún la pasta, porque cuando le dije que podía pasar a recogerla al penal, torció el morro y cruzo los dedos. No creo que voluntariamente se presente a por ella. Así lo maten. Segurísimo.

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