De aquellos primeros años recuerdo perfectamente que la farmacia tenía una zona de clientes verdaderamente pequeña. Tampoco entonces necesitaba mucho más que unos pocos metros cuadrados entre el mostrador y la puerta de entrada, que por cierto era de cristal y cuya apertura y cierre era durísima, pues desde el principio estoy convencido que estuvo mal instalada, por eso cuando se rompió en una de tantas reformas no lo sentí en absoluto. En una pequeña vitrina a mano derecha tenía toda la cosmética, cerrada como si se tratara de la sala de trofeos del Real Madrid.

En el mostrador tenía el pesabebés, manual por supuesto, pero allí se han pesado un montón de niños y niñas que ya son padres hoy. Y coronándolo todo una monumental caja registradora, marca Reyna®, comprada de segunda o de tercera mano, que todavía permitía realizar operaciones con céntimos, de peseta naturalmente. La verdad es que en aquellos primeros meses de 1978 los precios ya despreciaban sistemáticamente la calderilla inferior a la peseta, pero aún tengo en mi contabilidad algún apunte de la Caja que recoge céntimos.

Cierto también que por entonces la Seguridad Social, nada de Consellería de Sanitat que estábamos estrenando la democracia, daba como ahora gratuitos los medicamentos a los pensionistas, y los de régimen general pagaban el diez por cién del importe del medicamente más, creo recordar que cinco pesetas por receta. O algo así. Se podían producir cuentas con decimales, pero los despreciábamos todos por defecto.

El único ambulatorio de la zona era el de la calle Padre Porta. Luego quedaron allí los especialistas, para pasar medicina general y pediatría, es decir lo que generaba el grueso de las recetas, al nuevo ambulatorio de la calle Vicente Brull. Así hasta que no hace tanto pasaron a la calle Serrería en el ambulatorio de nueva creación en el antiguo Matadero. Casi nada los antecedentes del edificio ...

¿Los medicamentos más utilizados entonces? Pues muchos de los de ahora. En todo caso si que llamaba la atención el uso muy frecuente de antibióticos en forma de viales inyectables para muchas afecciones del aparato respiratorio. Me acuerdo del Farmapen® en sus numerosas presentaciones. Todavía se empleaba a menudo el Cloramfenicol, y eso que en la Facultad se habían hartado de hablar mal de este producto. La Tetraciclina sin embargo apenas era recetada ya, aunque la Bristaciclina Dental® era todavía muy demanda en las infecciones dentarias, pero como producto de mostrador..


También era muy profunda la estantería de los jarabes, pues a los polvos, granulados y otros productos preparados bajo la denomiación de sobres aún les faltaban unos años para experimentar la explosión que dieron más tarde. Los supositorios eran asimismo mucho más abundantes que ahora, y eso que el género masculino se ha resistido siempre con valentía a utilizarlos, un poco por aquello de la posible pérdida de hombría. Las Sulfamidas se daban muy a menudo por vía rectal, como es el caso de Rectamigdol®. También  se daban así antiinflamatorios como Tanderil® y Dolo-Tanderíl®, este último una de las estrellas de las prescripciones durante años al combinar su poder analgésico con el antiinflamatorio.


Entonces como ahora los comprimidos, cápsulas, tabletas pastillas y demás productos similares constituían las formas farmacéuticas más utilizadas. Es el caso de Digoxina® en problemas cardíacos, la Ampicilina a base de Britapen® hasta que pronto fue reemplazada por la Amoxicilina de la mano del popular Clamoxyl® para no salir de laboratorio, la Griseofulvina era de elección en muchos casos de sarna, nada infrecuentes, Tavegil® y Dexa-Tavegil® como antihistaminícos, así como muchísimos otros productos hoy en activo bajo la misma fórmula o tras cambios diversos, como sucedió con Analgilasa®, Optalidon®, etc.


En cuanto a cremas y pomadas en boga y hoy arrumbadas del todo, citar por ejemplo Avril® para quemaduras, Fenergan® como antihistamínico, Bálsamo Bebé® o Pasta Lassar en escoceduras, y para pequeñas lesiones la Neomicina en forma de Pental® o Pentalmicina®.

No había todavía nada de aparatos individuales para análisis de orina, ni alimentaciones especiales o incontinencias. Del mundo de las ostomizaciones nos fuimos poniendo al día con la ayuda de Manolita Martínez Arnau, quien pasó un montón de años cuidando a su suegra de este mismo problema.

Entre las enfermedades que estaban en boga, las de transmisión sexual  constituían un caso aparte ante las que había que actuar con gran discreción por el estigma que suponía padecerlas. Uno de los remedios más frecuentes eran las altas dosis de Kempi®. La aparición del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, el luego popular SIDA, y el empleo sistemático del preservativo en las relaciones sexuales, supuso la casi desaparición de las enfermedades venéreas al nivel alcanzado en épocas pretéritas.

Sin hacer demasiadas, de vez en cuando los médicos demandaban la confección de fórmulas magistrales. Solían ser preparaciones sencillas a base de soluciones acuosas de sulfato de cobre, vaselinas salicílicas, emulsiones o/w, linimento oleocalcáreo, algunas cápsulas y otras que ahora no recuerdo, pero nunca en número excesivo ni de gran complejidad.

Por otra parte, como boticarios nuevos disponíamos de tiempo de sobra para preparar nuestros propios productos comerciales, que elaborábamos a base de drogas que adquiríamos en UTEF, Guinama y aún creo que compré alguna cosa en una droguería de las de antes, bien abastecida siempre, que había por la Gran Vía. Recuerdo que preparaba mi propio Mercurocromo, Lociones antiparásitos, Repelentes de insectos, Cremas hidratantes y nutritivas, Protectores solares, Champús, etc. Alguna de estas fórmulas sigue contando al cabo de casi treinta años con partidarios recalcitrantes.

Aunque no se trata de medicamentos, indicar que muchas farmacias del extrarradio sobrevivíamos gracias a la venta de leches y papillas infantiles. Naturalmente, antes de que su venta se desplazase a las grandes superficies, como harían luego muchas marcas que prestigiaban sus productos alardeando de su “venta exclusiva en farmacias”, como difundía la publicidad arrolladora, hasta que su cuenta de resultados aconsejaba pasar a venderlos en las grandes superficies, con unas condiciones comerciales para éstas que hacían imposible cualquier competencia por parte de nuestras pequeñas boticas.

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