Más problemas daban otra clase de gitanos, de esos que no vivían en la zona. Sabido es que cuando quieren dar un palo se van a donde no los conocen, y así no era raro que se presentaran dos o tres lagartas con una retahila de churumbeles, cada una por un lado, mientras una pregunta, la otra coge un bote de leche o un protector solar. Da igual el producto, el caso es afanar algo. Otras veces era liarte con un billete de dos mil pesetas, los más valiosos entonces. Que si te he dado el billete, que si no me has devuelto, que si te quieres quedar con el billete y la vuelta. Todo sin haberlo soltado, pues sabido es que sólo te lo enseñan.

En ocasiones con billetes falsos. Al principio que salieron las fotocopiadoras en color, hubo una inundación de billetes falsificados burdamente. Poco a poco mejoraron la calidad del papel y de la impresión. Así hasta llegar a que los virtuosos del fraude consiguieron auténticas obras de arte. Todavía guardo algún billete falso que me metieron de dos y de cinco mil pesetas. En alguno de ellos de nada sirvió la lamparita azulada que nos regalaba algún laboratorio para comprobar la validez de los billetes.

De robos y atracos también hemos estado bien servidos. A los pocos meses de abierta la farmacia llegó el primero. Una buena mañana al llegar a las 9 me encuentro una ventana lateral con los barrotes separados por el gato de un coche, el cristal roto y lleno de esparadrapo para que no hicieran ruido los cristales al caer al suelo. El espacio para pasar el caco era inverosímil. – Por aquí sólo pasa El Lagartija. Sentenció el policia nacional que vino al poner la denuncia, que esa vez incluso tomó huellas dactilares. Ya nunca volvieron a tomarlas.

Refuerzo las rejas de las cuatro ventanas, y pongo una alarma casera que me instaló el vecino Antonio Benítez. De poco sirvió. Cosa de un año después lo que levantaron fue la puerta metálica del acceso principal. También con un gato de coche. La verdad es que la puerta estaba vieja. La puse nueva, con bulón y dos cierres de facs.

De todas formas, en ambos casos el balance de pérdidas, materiales aparte, fueron bien poca cosa. Estabamos bien aleccionados de que la caja registradora debía dejarse abierta todas las noches para que no la reventaran, y con dos mil pesetas dentro como mínimo. Ya he dicho que ese era el precio del costo. De paso solían llevarse la Pentazocina Fides® y el famoso Rohipnol® que luego solían revender. Para estar camuflados en los estantes estos productos, solían dar con ellos fácilmente. Luego venía lo de denunciar el robo en la policía, seguros, etc.

Poco a poco los robos fueron remitiendo. En algún caso la alarma se disparó y los disuadió del intento. Cosa que no entiendo muy bien, porque hacer, hacía más bien poco ruido. Alguna vez el vecino Luis Pizá me telefoneaba si veía algo sospechoso. Casi era peor. Salta de la cama asustado, y vete en coche ... por si ver si se nota algo raro de lejos. Cualquiera se mete dentro con ellos.

Se puso entonces de moda el atraco directamente. Menos problemas y no hay que trasnochar. Se presentaba el fulano, daba el palo en un minuto y a otra cosa mariposa. Hubo de todo. El primer atraco me lo dio un pringao con una navajica que luego en el juicio me pareció ridícula, pero cuando la sacó a una clienta me pareció un cuchillón. – Tranquilo que te doy las dos mil pesetas. Guarda la navaja, vete a la puerta que te saco allí el dinero. Así se hizo. Llamé a la policia y a los pocos minutos lo habían trincado. Iba completamente colgado.

Casi es mejor que no los cojan. Denuncia, más de veinte detenciones por atracos, reconocimiento visual, el tipo se daba continuos cabezazos contra las paredes acristaladas del calabozo. Debía saber que lo observábamos y trataba de llamar la atención autolesionándose. Espectáculo alucinante. Ruedas de reconocimiento. Juicio. Testificación. Aguanta al abogado de oficio que encima parece echarte en cara que le puedan caer cuatro años. Y luego el miedo de que el tipo se acuerde de ti y vuelva por la farmacia, de donde no te mueves nunca.

Otra vez el palo lo dio un especialista. Estaba solo, como siempre, escribiendo a máquina alguno de mis trabajos. Cuando levanté la vista apenas pude ver que saltó limpiamente de un bote el mostrador, que era bastante alto y bastante ancho, y con un cuchillo se pone a perseguirme alrededor de la mesa del despacho. Él salía para un lado enarbolando el cuchillo, esta vez si que era grande, y yo me iba por el otro. Así estuvimos un rato, tú por aquí yo por allá. Hasta que empezamos las negociaciones, y le solté las dos mil pesetas a condición de que se guardara el cuchillo y saliera delante de mí. Así lo hicimos. Este era un artista digno de “Misión imposible”.

Claro, ahora, al cabo de los años lo cuentas y casi te ríes, pero en caliente de risa nastic de plastic. Luego venía el derrumbe anímico. Si te pillaba con una clienta, atenderla a ella primero. Luego Carmen, la que limpia la farmacia, o Tere la de Juan el antiguo chapista, o cualquiera de las muchas almas caritativas que hay por aquí te traía una tila, y ... a continuar trabajando.

Algún atraco fue chapucero de verdad. Recuerdo el de un gitanillo de los alrededores de la calle Bello, verdadero nido del lumpen de la zona. Me viene a atracar con una jeringuilla, que según él tenía sangre de un sidoso, y se tapaba con un pasamontañas de lana verde. Lo primero que le digo. – Anda quítate el antifaz que te conozco de sobra. No me valió de mucho porque insistió en que le diera la dos mil del ala. Se las di, como es natural. Pero lo denuncié y al rato me lo cogió esta vez la Policía Local. Por cierto que chapucera fue también su actuación, porque me lo traen a reconocer extraoficialmente en el coche celular. Vuelve al rato ahora la Policía Nacional, ahora para decirme que había sido irregular el mostrármelo fuera de una rueda de reconocimiento. Vuelta a los juicios, y a los abogados que siempre tratan de sonsacarte antes de entrar a la sala.

Por ahora, por ahora, el último atraco me sucedió en verano a finales de agosto hace unos años. Estaba de guardia y abrí a las cinco de la tarde. Nicolás, el empleado, me había advertido que a primera hora de la tarde no había nadie, y que por precaución cerraba la puerta de cristal. Yo no tuve esa previsión y lo pagué. Entra el mangui a las cinco en punto. Me acababa de levantar de dar una cabezada en el sofá. No me enteré bien si me pidió o me exigió una insulina. Es igual se la voy a dar, cuando me encuentro delante una chuta sanguinolenta. No me dijo de quien era la sangre. Salgo corriendo descalzo pues las chancletas salen despedidas del impulso del salto, y empezamos a dar vueltas al mostrador cada uno por un lado. Nueva negociación, y otra vez dos mil pesetas.

En fin, gracias a Dios, todas estas peripecias las hemos ido solventando de forma muy favorable para nuestra integridad física, la de nuestros clientes e, incluso, la de los atracadores. Nunca podremos olvidar lo que le pasó al pobre Juanjo, el nieto de Batiste y de Angelita, que murió a consecuencia de las cuchilladas que, presuntamente, le propinó el hijo de Encarna, otra gitana que vivió varios años en la zona. Descanse en paz Juanjo. Demasiado joven para morir en esas circunstancias.

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